Votar no basta para salvar Europa
David Van Reybrouck es un ensayista belga, autor de «Contra las elecciones» un libro donde retrata los males del sistema[…]
David Van Reybrouck es un ensayista belga, autor de «Contra las elecciones» un libro donde retrata los males del sistema electoral contemporáneo y propone explorar otras alternativas, entre otras esencialmente la de la elección por sorteo de asambleas deliberativas. El presente artículo ha sido publicado en varios medios europeos.
El Brexit en el Reino Unido o la elección de Donald Trump para la Casa Blanca ilustran dolorosamente el peligroso camino emprendido por todas las sociedades occidentales: la reducción de la democracia al ejercicio del voto.
Nuestra negativa a cambiar nuestros métodos ha hecho de la agitación y la inestabilidad política perfiles distintivos de la democracia en Occidente. Esta constatación podría aplicarse igualmente a la Unión Europea que preside Jean-Claude Juncker.
Y esto no es todo. En diciembre Austria puede elegir a su primer jefe del Estado de extrema derecha en la era moderna, lo que deja indiferente a la UE en el mejor de los casos. Italia podría verse gravemente sacudida si el primer ministro Matteo Renzi pierde su referéndum sobre la reforma parlamentaria.
Polonia, por su parte, está en el camino de alcanzar a Hungría en términos de régimen autoritario. Bulgaria mira cada vez más hacia Rusia después de las elecciones del 13 de noviembre. Y Alemania, donde el partido euroescéptico Altrernative für Deutschtland (AfD) ya ha superado a la democracia cristiana de la canciller Angela Merkel en ciertas elecciones regionales, vive un aumento constante del populismo de derecha conforme se acercan las elecciones de 2017
Crisis existencial
Decenas de sociedades occidentales se ven afectadas por lo que podríamos llamar el «síndrome de la fatiga democrática». Sus síntomas pueden ser tanto la fiebre de los referéndums como la baja del número de militantes de los partidos políticos, la escasa participación electoral o incluso la impotencia de los gobiernos y la parálisis política, ello frente a la observación incesante de los medios, la desconfianza generalizada del público y los levantamientos populistas. Sin embargo, el problema no es la democracia, sino el voto.
El continente europeo se hunde. En su discurso sobre el estado de la UE, en septiembre, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, admitió que Europa atraviesa «al menos en parte una crisis existencial». Entonces, ¿por qué no tenemos aún ni siquiera el esbozo de una idea audaz de lo que podría representar la democracia europea?
Hasta ahora, la UE ha dado la peor de las respuestas posibles ante el Brexit, alzando los hombros y volviendo a las consideraciones técnicas cotidianas. Como si quisiera decir: «La campaña del Brexit estaba tan plagada de mentiras que la UE no necesita hacer ninguna introspección porque no habrá reacción en cadena».
Hasta ahora, Juncker ha dado también la peor de las respuestas a la elección norteamericana, al reprochar al presidente electo su ignorancia: «Perderemos dos años hasta que Trump haya dado la vuelta a un mundo que no conoce».
Puede que sea cierto, pero el hecho de descartar sin contemplaciones a los Trump, los Farage y otros Johnson tratándolos de idiotas y mentirosos, al tiempo que se niegan a tomar en serio la cólera y los temores de millones de electores que están tras ellos, no hace más que arrojar leña al fuego.
Existen otra vez dos Europas. Y esta vez no es el Este contra el Oeste o el capitalismo contra el comunismo. La división se traza entre aquellos que se sienten representados políticamente y los que tienen la impresión de que los han dejado de lado... hasta que llega un dirigente populista.
Martin Schulz, el presidente socialista del Parlamento Europeo, ha hecho hace poco un llamamiento al «levantamiento de los decentes», lo que de hecho constituye la estigmatización de buena parte de esa otra Europa, los «indecentes». Una sorpresa para alguien que, como yo, aún creía que el socialismo consiste en ocuparse de los más desfavorecidos.
Y según Guy Verhofstadt [el líder de los liberales en el Parlamento Europeo] la respuesta a Trump no es más democracia en Europa, sino más defensa. ¡Como si el mayor peligro no viniese del interior!
La principal amenaza para la UE no es Rusia, sino la UE misma.
Y eso no le ha impedido decir recientemente al expresidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy: «Me muero de risa cuando la gente habla de déficit democrático. Reconozco que la UE debe funcionar mejor, pero su cualidad democrática es irreprochable».
Las gentes quieren ser escuchadas
No estoy de acuerdo con esa opinión. La principal razón del hundimiento de la UE es esa brecha que existe a ojos del público entre los ciudadanos y Bruselas. Y ya es hora de que los primeros tengan la palabra sobre Europa, no solamente a través de la representación sino también a través de la participación. Marcar una papeleta cada cinco años ya no es suficiente.
¿Dónde está la voluntad razonada del pueblo en todo este debate? ¿Dónde tienen los ciudadanos europeos la posibilidad de obtener la mejor información posible, de dialogar entre ellos y de decidir colectivamente su porvenir? Ciertamente no en la cabina de voto.
Las gentes quieren ser escuchadas. Existe un medio mucho mejor que las elecciones y los referéndums para permitir que la población se exprese, que es volver al principio central de la democracia ateniense: la designación por sorteo.
Desde los escritos de Bernanrd Manin, Loic Blodiaux e Yves Sintomer ya sabemos en la Grecia clásica la gran mayoría de las funciones públicas se atribuían por sorteo. Las ciudades-Estado del Renacimiento, como Venecia y Florencia, funcionaban bajo el mismo principio y conservaron varios siglos de estabilidad política.
Una innovación irlandesa
Con la selección por sorteo no se le pide a todo el mundo que se pronuncie sobre una cuestión que pocos son capaces de comprender verdaderamente, sino que se designa al azar una muestra de población y se procura que estudien en profundidad el tema con el fin de que adopten una decisión razonada. Una muestra representativa de la sociedad que esté bien informada puede actuar de forma más coherente que el conjunto de una sociedad que no lo esté.
Tomemos en serio entonces a los europeos. Dejémoslos expresarse. De qué sirve instruir a las masas si no se les permite hablar.
Tomemos el ejemplo de Irlanda, la democracia más innovadora de Europa. A mediados de octubre, cien irlandeses escogidos al azar se reunieron en el seno de una asamblea ciudadana. He aquí un país que confía en sus ciudadanos en lugar de temerlos. A lo largo del año que viene debatirán sobre cinco asuntos, principalmente el aborto, los referéndum y el cambio climático. E invitarán a los expertos que deseen escuchar.
Esta es la segunda asamblea de este tipo. En 2012-2014 se utilizó un procedimiento similar para pedir a los ciudadanos irlandeses que formulasen orientaciones políticas sobre ciertos temas, entre ellos el matrimonio homosexual. Su proposición de reforma constitucional fue sometida inmediatamente a referéndum nacional. Era la primera vez en la historia moderna que una Constitución era modificada como resultado de una deliberación de una muestra de la población escogida al azar. He aquí una manera de practicar la democracia en el siglo XXI.
Dinámica de diálogo
¿Y si Juncker convocase una asamblea ciudadana similar en la UE? Cada pais miembro podría seleccionar una muestra de cien ciudadanos escogidos al azar para reunirlos durante cuatro días con el fin de dar respuesta a una gran pregunta: «Cómo hacer a la UE más democrática de aquí a 2020». Desde Portugal a Estonia los participantes dispondrian del mismo tiempo y los mismos elementos de información. Al cabo de tres meses, veinte delegados de cada convención nacional, nuevamente elegidos por sorteo, se reunirían en Bruselas para completar una lista de 25 prioridades comunes para la política futura.
Eso constituiría un cambio real. Dejando expresarse a los ciudadanos, el presidente Juncker obtendría un orden del día de las acciones futuras que habría sido generado desde la base. Ello concedería a los ciudadanos un papel activo en la definición de su Europa. Mostraría una vía innovadora entre los que piden «más Europa» y los que quieren «recuperar su país» y crearía una nueva dinámica entre los estados miembros y Bruselas. Y, sobre todo, llevaría a las dos Europas a dialogar realmente, en lugar de seguir intercambiando diatribas virtuales.