En la tumba de Hume
David Hume está enterrado en un mausoleo circular en el cementerio de Old Calton en Edimburgo, su ciudad natal. En[…]
David Hume está enterrado en un mausoleo circular en el cementerio de Old Calton en Edimburgo, su ciudad natal. En su tumba hay un epitafio que resume en muy pocas palabras lo que fue su vida. Allí está grabado su nombre, su fecha de nacimiento y de defunción y estas palabras: «Dejo a la posteridad que añada el resto». Habría que llenar todas las páginas de este periódico para explicar los méritos intelectuales de este filósofo, ensayista e historiador, muerto en 1776.
Sus convecinos fueron muy conscientes de la pérdida que suponía y le erigieron una magnífica estatua de bronce en la Royal Mile, en la que aparece en actitud meditativa con un libro en la mano. Desde entonces, hay una tradición en la capital escocesa por la que los estudiantes acostumbran a palpar el dedo gordo del pie de Hume, que, según la creencia popular, transmite sabiduría. También en París había la costumbre de tocar la estatua de Montaigne en La Sorbona.
Merece la pena visitar ese camposanto de Old Calton, que está situado en lo alto de una verde colina en la que hay un bello torreón y un obelisco, llamado el Monumento a los Mártires Políticos, que conmemora el valor de cinco reformistas asesinados en el siglo XVIII.
Cuatro meses antes de morir, Hume escribió una corta biografía de una decena de folios en la que confiesa su desafección por la existencia y asume que el tumor que padece es incurable. Apunta a que prefiere que sus días en este mundo sean escasos para ahorrarse el sufrimiento de una larga agonía. Tenía 65 años. Lo más me gusta de este testamento intelectual es que Hume señala que el único enemigo que siempre ha combatido ha sido el de la intolerancia. Y apunta que nunca le hicieron mella los ataques y difamaciones por su condición de librepensador.
De hecho, el autor de la Investigación sobre el entendimiento humano fue vetado para la cátedra de Filosofía de la Universidad de Edimburgo bajo la acusación de ateo. Y también tuvo que emigrar a Francia, donde conoció a Rousseau, para huir del asfixiante clima inquisitorial de Edimburgo.
Hume era un hombre austero y de costumbres sencillas, de orígenes modestos, que dedicó toda su energía al estudio y la reflexión. Él mismo dice en sus apuntes autobiográficos que el motor de su existencia fue la curiosidad.
A Hume siempre se le ha encuadrado dentro del empirismo inglés porque defendía que todo conocimiento proviene de los sentidos. Las ideas serían elaboraciones abstractas de la percepción. Pero el filósofo de Edimburgo fue el primero en cuestionar el principio de causalidad, argumentando que se puede establecer la conexión entre dos fenómenos pero no que uno sea la causa del otro.
Hume sigue conservando hoy más vigencia que nunca en esta sociedad del espectáculo y la posverdad porque siempre se empeñó en pensar por cuenta propia sin aceptar las falsas evidencias ni los estereotipos. Fue un espíritu libre que supo afrontar la muerte con la misma grandeza de ánimo con la que vivió.