Rebajas

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Está muy dicho que en la insurrección catalana concurrieron varios delitos y que existe una controversia especializada, de Derecho Penal, sobre la calificación de sus tipos. Pero ese debate, que sólo debería ser jurídico, se ha deslizado hacia la política por la escandalosa intromisión gubernamental para complacer al independentismo. Que por cierto ha replicado con desdén al evidente guiño porque el guión de la pantomima le impide mostrarse agradecido. La realidad es que el Ministerio de Justicia ha ordenado a la Abogacía oficial el flagrante contrasentido de que en lugar de defender al Estado se erija en letrada de sus enemigos mediante una acusación rebajada que les procure un cierto alivio. La Fiscalía ha tenido al menos el decoro de preservar su aparente independencia hasta que se celebre el juicio, aunque existe una probabilidad verosímil de que una vez practicadas las pruebas su criterio discurra por el mismo camino.

La diferencia entre rebelión y sedición no reside sólo en los años de cárcel que pueden recaer sobre los procesados. Hay una distancia cualitativa esencial porque en el primer caso se trata de un ataque contra la Constitución y en el segundo de un desorden público tumultuario. En términos políticos, la distinción supone un importante cambio de escenario: una condena por sedición puede ser amnistiada sin el descaro que requeriría perdonar una conspiración contra el orden democrático. Y lo que el Gobierno persigue con cada vez menos recato es una salida que a medio plazo le permita volver a contar con los nacionalistas como aliados. Aunque un eventual indulto pusiera al Rey, el único líder que respondió con decisión al golpe, en el problemático y humillante compromiso de tener que firmarlo.

Al fondo de la cuestión subyace el problema de que Pedro Sánchez ha convertido al Estado, y a la nación entera, en avalista de sus propias hipotecas. En el empeño por prolongar su mandato no se arredra siquiera a la hora de utilizar la justicia como herramienta. Sus directrices no sólo contradicen la prolija instrucción del juez Llarena, sino que involucran a la Abogacía pública al servicio de su particular estrategia. Ese concepto oportunista, que contradice incluso sus declaraciones previas, demuestra una notable falta de escrúpulos y de conciencia. Y perjudica los intereses nacionales en la medida en que asienta los argumentos que emplearán las defensas de los acusados en sus seguras apelaciones a la jurisdicción europea. En el sentido semántico se podría entender como una suerte de prevaricación aunque no lo sea en su acepción técnica.

Porque no es tanto la tipificación penal del motín sino el listón moral de la política y de la sociedad española lo que el presidente está rebajando. Al humillarse ante los golpistas hasta aceptar una negociación con ellos en la cárcel, ha convertido a España en una democracia de saldo.

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