Jean-Michel Jarre, ilusionismo electrónico para hipnotizar el Sónar

Si de algo puede presumir el Sónar es de que sabe sacar el máximo partido a sus leyendas. Ocurrió con[…]

Si de algo puede presumir el Sónar es de que sabe sacar el máximo partido a sus leyendas. Ocurrió con Kraftwerk, Yazoo, Chic o Pet Shop Boys y volvió a ocurrir anoche con Jean-Michel Jarre, pionero en la fusión de los lenguajes musical y visual y figura de primer orden de la electrónica europea que se estrenó ayer en el festival barcelonés con un montaje de alto impacto visual. Un festín para la retina que cautivó el gigantesco escenario del SonarClub y aupó al francés al panteón de héroes del festival.

El escenario era aparentemente austero, con una gigantesca pantalla en el fondo y otras seis, verticales y traslúcidas, situadas en un primer plano. En el centro, el francés retorcía sintetizadores escondido tras unas gafas de sol y escoltado por dos músicos que aportaban músculo y poderío rítmico a su electrónica flotante y planeadora. Y aunque su música pueda sonar muchas veces a etapa quemada y superada -máxime en un festival como este, donde las revoluciones se amontonan a la vuelta de esquina-, es la conjunción de imagen y sonido, de poderosas ráfagas de luces y colores centelleantes y sintetizadores trotones, lo que mantiene a Jarre como aventajado prestidigitador de la electrónica de gran formato e ilusionista del ensalmo audiovisual.

Venía el autor de «Magnetic Fields» a estrenar su último trabajo, ese mosaico colaborativo que es «Electronica 2: The Heart Of Noise», y aunque no se olvidó de marcar perfil protestón con esa «Exit» en la que colabora con Edward Snowden o de encerar la pista de baile con «What You Want», con voces a cargo de Peaches, tampoco le hizo ascos a hitos como «Oxygène II», «Equinoxe IV» y «Oxygène IV» y «Equinoxe VII». Lo mejor, sin embargo, no fue su visión transversal de la electrónica, esa reivindicación de un presente alejado de la distancia

o el ritmo seco y machacón de «Brick London», su mano a mano con Neil Tennant (Pet Shop Boys), sino una virguería de montaje repleto de figuras geométricas de colores, haces de luz disparados desde el escenario, rojos y azules deslumbrantes, amagos de 3D, siluetas proyectadas, chorros de láser emergiendo desde el sintetizador, y, en fin, una impactante y perfecta sincronización entre imagen y música.

Lo peor, sin duda, que buena parte del concierto de Jarre coincidiese con el de Anohni, que andaba a la misma hora en el otro extremo del recinto recomponiendo las piezas de su canción protesta sintética ataviado con una suerte de poncho-burka y con su voz de querubín herido más desatada que nunca. Un cambio radical para el antaño líder de Antony & The Johnsons, renacido en femenino entre rotundos injertos electrónicos y secundando en directo por proyecciones de primeros planos de mujeres sincronizados con su voz.

Hipersensibilidad electrónica para dar alas al festival y blandir un guante de seda que recogería más tarde James Blake, paladín del soul con vistas al futuro y, por extensión, con vistas al Sónar. El británico enfiló la madrugada con su vigorosa elegancia y los bajos retumbando en el SonarClub, pero el rumbo de la noche lo marcó el australiano Flume con su visionaria e impactante reinvención de la electrónica y su habilidad para arrimarse lo mismo al pop que al ambient o al R&B.

Bailando en la galaxia Sónar

«Pero en esto del Sónar, ¿la gente baila?», se preguntaba el viernes por la mañana un tertuliano radiofónico al que el festival barcelonés había pillado en claro fuera de juega. Porque, faltaría más, en el Sónar baila la gente, pero no sólo eso: también danza y se estremece la tierra gracias a «Earthworks», hipnótica y monumental instalación que recrea de forma virtual los movimientos geológicos y permite contemplar el esquema visual y sonoro de, pongamos, un volcán o un terremoto con la seguridad de saber que la cosa no irá a mayores y que el peligro se quedará ahí encerrado, entre capas de colores .

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Así que baila la tierra y también la gente en un festival que, pese a lo que puedan decir los inamovibles moradores del Village, es mucho más que fiesta y desenfreno. El Sónar es, de hecho, una galaxia sonora en constante transformación, un oasis sonoro al que ayer sorprendió la lluvia pero que siguió en marcha como si nada, desplegando sus múltiples caras y equilibrando creatividad y hedonismo, jolgorio y reflexión.

Porque el Sónar, en efecto, son Congo Natty y sus secuaces arrastrando el «Smells Like Teen Spirit» de Nirvana por la carretera sin asfaltar del rap inglés, Roots Manuva coronando con sus rimas pausadas y humeantes una jornada escorada hacia los sonidos urbanos, Timeline recuperando las esencias de Detroit y lanzando bajos como balones medicinales disparados al estómago o Santigold buscándole las cosquillas a M.I.A y postulándose como aspirante a diva digital ?pase de modelitos incluido? con un pie en el pop de aromas jamaicanos y el otro en el R&B.

Todo eso es el festival, sí, pero también otras muchas cosas. A saber: John Grant reinventándose por enésima vez como crooner sintético con amplitud de miras y, al menos ayer, más trotón que tristón; los bajos zumbones y el imponente aparato visual de Kode 9 y Lawrence Lek; gente haciendo cola educadamente para asistir a la masterclass de Richie Hawtin, una de las primeras espadas del techno actual;curiosos trasteando con sintetizadores, teclados e impresoras 3D; y visitantes zambulléndose en las experiencias de realidad virtual repartidas por las entrañas del Sónar D, el apéndice reflexivo y participativo del festival. Por ahí paseaban ayer con aire pensativo el exalcalde Xavier Trias y el antiguo responsable de Cultura del Ayuntamiento, Jaume Ciurana y por ahí se habían dejado ver antes la alcaldesa Ada Colau y el segundo teniente de alcalde, Jaume Collboni.

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Y es que, según parece, nadie quiere perderse el Sónar, algo que se hizo dolorosamente evidente cuando el auditorio se quedó pequeño con el pase de Niño de Elche y los Voluble y mucha tuvo que conformarse con intuir desde la cola ese brutal quejío flamenco acuchillado por capas de ruido y texturas electrónicas y rematado por una explosión rave de impresión. Flamenco 3.0 con reflexión sobre la inmigración y críticas a la gestión de la crisis de los refugiados para aupar aún más un festival que no hace más sino alimentarse de los más variados estratos sonoros y engrosar su galaxia sonora.

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