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Cuando Don Juan Carlos de Borbón accedió al trono, en noviembre de hace 43 años, recibió intactos todos los poderes de Franco. Es decir, el mando absoluto del país, un régimen a su medida, un modelo dictatorial que podía manejar a su antojo arbitrario. Un trienio después, en 1978, la Constitución promovida por él junto a Fernández Miranda y Suárez devolvió todas esas facultades políticas a los ciudadanos en la forma de un sistema de libertades organizadas conforme al derecho democrático. Ése es su legado, el que permanecerá siempre en la Historia más allá de interpretaciones y bandazos. La monarquía parlamentaria pasó a ser una institución de autoridad simbólica a cuyo titular seguimos llamando soberano sólo en virtud de un arcaico sustrato semántico: la única soberanía reside en el pueblo, al que el Rey representa en virtud de un pacto que personifica en la Corona la unidad del Estado. Y hasta ese acuerdo, que incluía la línea hereditaria de sucesión, fue refrendado por la inmensa mayoría de los españoles, incómodo dato para el argumentario demagógico de los profetas del fracaso y de sus rancios cantos de sirena republicanos.

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