La derrota del vencedor
En el rigor de la correlación de fuerzas, ninguna oportunidad tenían los golpistas catalanes de ganar su partida en 2017.[…]
En el rigor de la correlación de fuerzas, ninguna oportunidad tenían los golpistas catalanes de ganar su partida en 2017. Un golpe de Estado -eso habían planificado durante largos años- sólo puede triunfar sobre dos supuestos: hegemonía ideológica y superioridad armada. Cuando uno de ambos falla, aventurarse en la ofensiva final es sinónimo de suicidio.
Hasta un niño sabe eso. Y los gestores del golpe de Estado en Cataluña nada tenían de infantiles. Tampoco, de improvisadores. Los aspectos financieros e institucionales habían sido preparados durante decenios por una casta política tan hábil cuanto corrupta. No deja de tener su gracia que el movimiento más reaccionario de la España contemporánea, el del Jordi Pujol de Banca Catalana, haya sabido poner en juego el axioma revolucionario de Lenin: «El proletariado comprará a los burgueses la soga con la que colgarlos». Y que haya mejorado tanto su rentabilidad: «La nación española pagará la soga con la que los independentistas catalanes la colgaremos».
A lo largo de décadas, los presupuestos generales de España han pagado la reduplicación del Estado en Cataluña. Hasta llegar a ese día -hace un año- en el que, en Cataluña, existían dos administraciones públicas, idénticas y superpuestas; reduplicadas, pues, todas y cada una de sus funciones. Una de las dos era excedente y procedía amputarla. A eso, llamaron los independentistas «desconexión»: limpieza de una excrecencia residual. Era la novedosa hipótesis de un golpe de Estado que triunfara sin disparar un tiro. No existe precedente histórico de eso.
¿Era verosímil? Sólo en la hipótesis de una completa deslegitimación del Estado. Para que un Estado imponga su monopolio de la fuerza como ultima ratio de la ley, se requiere que ese Estado se sepa incuestionablemente legítimo. Mas, Puigdemont y los suyos veían a España como un Estado fallido. Lo bastante fallido como para haberles regalado todo cuanto dinero le exigieron; y todos cuantos privilegios se les antojaron. Un Estado así no se atrevería a defenderse con las armas, como sí lo hizo la Segunda República. Llegados a esa convicción, el golpe era inevitable.
¿Qué ha sucedido luego? Como siempre, la aplicación es menos limpia que la teoría. El golpe fracasó, cuando el jefe del Estado apostó por una firmeza que nadie parecía haber previsto. Pero fracasó también la represión del golpe por parte del poder legítimo. En vez de suprimir la autonomía y proceder a la depuración de la «doble administración», el inseguro Gobierno español propició la fuga del jefe de los golpistas, dejó en manos de sus fámulos la televisión local, limitó hasta el ridículo los recortes que debían imponerse a la máquina del poder rebelde? Y los derrotados golpistas pudieron blindarse, a la espera de tiempos mejores.
Enseña Claussewitz que no hay victoria hasta que el enemigo no haya sido por completo desarmado. Un enemigo vencido y no desarmado es vaticinio de derrota para los ilusorios vencedores. En eso estamos.
