Un país del tebeo
España ha dado, a lo largo de esa ancha y pródiga historia que quieren negarle sus hijos más cimarrones y[…]
España ha dado, a lo largo de esa ancha y pródiga historia que quieren negarle sus hijos más cimarrones y montaraces, un sentido del humor propio que linda por el Renacimiento con la picaresca y por el Barroco con la carcajada amarga de Quevedo. Así hay que reírse de esos nacionalismos que se denominan a sí mismos históricos, como si España fuera un invento de ese Romanticismo del que surgieron esos insolidarios que pretenden aprovecharse del chantaje para vivir a costa de los demás. Carcajada amarga es lo que provocan esos vídeos que presenta Urkullu con el rictus soviético del totalitario que se disfraza bajo la piel del cordero peneuvista. Los malos siempre son los otros, los que ponían la nuca delante de la pistola para convertir en asesinos a los pobres gudaris. Ni Valle-Inclán habría llegado a deformar tanto la realidad en los espejos gatunos del callejón donde no hay más salida que el esperpento.
Lázaro de Tormes ha resucitado una vez más. No deja de hacerlo desde que aprendió a ver la vida con los ojos del ciego al que mangaba las uvas. La picaresca ha entrado por la puerta grande de La Moncloa. La sangre del presidente no sirve para las transfusiones, pero eso no es lo que importa. Lo que vale es la miga de pan que lleva el hidalgo sobre el pecho para aparentar que ha comido. Lázaro de la Moncloa, o del Manzanares. Pícaro que utiliza a Iglesias para conseguir sus objetivos sin mancharse las manos -otra vez la hidalguía- y dejando que el otro se cueza en su propia salsa: no hay nada que le haga más daño a un radical que fundirse y confundirse con el sistema que quiere derribar.
Hay que tomarse lo del Supremo con humor, aunque volvamos al riesgo que antes era cosa de primas y que ahora consiste en hacer el primo pagando al banco lo que es del banco. La inseguridad jurídica y económica en la que navega España es propia de esa colmena que le sirvió a Cela para retratar el Madrid de la posguerra con un humor agrio, fiero, despiadado en su aparente sencillez. Un día nos dice el Tribunal Supremo una cosa, y al día siguiente la contraria. Como en el patio de Monipodio, el feliz hallazgo cervantino para retratar a los pícaros profesionales del primer Barroco, la banca siempre gana. España es un casino. O un puticlub donde el encargado de fomentar el empleo en la región con más paro, vulgo Andalucía, se gasta un pastizal en señoritas sin que el feminismo le haya tosido a doña Susana.
No es Berlanga, no. Ojalá fuera esta España el motivo de la resurrección del maestro del cine que los llevó a todos a la cárcel. Ahora van en procesión, unos a la cola y otros con coleta. Estos aprendices de brujo no llegan al humor berlanguiano. Se quedan en las caricaturas que nos hacían reír cuando éramos niños. A su lado, Mortadelo y Filemón son Ortega y Gasset. He aquí la España de la risa floja, del humor con gaseosa, de la inanidad con sifón. Son la carcajada amarga que provocan estos políticos que se creen redentores del pueblo cuando no van más allá de ser unos personajes del tebeo.
