Pequeña nota para John Berger

Querido John: Tengo tu última recopilación de ensayos en mi atril de traductora. «Retratos». Cuando me enteré de que te[…]

Querido John:

Tengo tu última recopilación de ensayos en mi atril de traductora. «Retratos». Cuando me enteré de que te habías ido, estaba tecleando una frase tuya. Lo primero que pensé, recordando un antiguo ensayo que escribiste sobre Jack Yeats, fue si tu desaparición cambiaba en algo el sentido de aquella frase. Y luego me eché a llorar. ¿Es normal que una traductora llore al autor que traduce? Cómo no llorar cuando el autor, como lo hiciste tú, estableció con sus traductores una relación de colaboración, de igualdad, de hermandad. Cuando mostró una generosidad sin límites. Estos días he releído algunas de tus cartas, y siempre hay en ellas una simpatía, una solidaridad y una comprensión con el trabajo de quienes llevan tus palabras a otras lenguas que sólo alguien que también ha transitado entre las lenguas es capaz de mostrar. En una sola página de tu artículo «Autorretrato» dices más sobre la traducción que algunos libros académicos en varios capítulos. «Leemos y releemos las palabras del texto original con el fin de atravesarlas y así alcanzar, tocar, la visión o la experiencia que las provocó. Entonces recogemos lo que hemos encontrado, esa «cosita» temblorosa y casi muda, y la colocamos detrás de la lengua a la que es preciso traducirla. Hecho esto, llega la tarea principal, que consiste en c
onvencer a la lengua anfitriona de que acoja, que dé la bienvenida, a esa «cosita» que está esperando a ser articulada».

Quizá, porque escribías desde ahí, desde ese conocimiento, desde esa experiencia, se prestan tan bien tus textos a la traducción, apelan de tal forma a la imaginación de quien los traduce, le hacen viajar tan lejos.

«Haz alguna locura»

Te llamaba «San John» (Beverly era «mi ángel») por tu paciencia con mis preguntas, por cuántas veces una conversación contigo me sacaba del atolladero, me alegraba el día. Recuerdo una vez que te comentaba que estaba atascada en un juego de palabras, y me dijiste: «No te preocupes; si quieres, escribo otra versión de ese fragmento?».

¿Hay otro autor en el mundo que al enterarse de que su traductora está enferma, de baja, le envíe una carta con un cheque dentro? Pasaron semanas sin que fuera capaz de ir a cobrarlo (quería enmarcarlo), hasta que me telefoneaste, instándome a que hiciera lo que me decías en la carta: «Haz alguna locura, algo que normalmente considerarías frívolo, algo que te dé placer?». Y además escribiste a los editores (Gustavo Gili en aquel momento) para pedirles que retrasaran la publicación del libro y me esperaran. Y así lo hicieron.

Al final de algunas de tus novelas añadías una notita de agradecimiento a algunas personas y entre ellas siempre figurábamos tus traductoras o traductores. Reconocimiento.

Me despido de ti, John, con una frase tomada del mismo ensayo que mencionaba al principio: has sido una fuente de inspiración para muchos y ahora serás ya para siempre un maestro, «un maestro que nos enseña a tener esperanza». Muchas gracias.

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