Las moléculas y la felicidad
Hace unos días una revista francesa llamada Sciences Mag colgó una impresionante fotografía en la que se puede ver una[…]
Hace unos días una revista francesa llamada Sciences Mag colgó una impresionante fotografía en la que se puede ver una molécula que libera endorfina sobre unas neuronas del cerebro. «Usted está viendo literalmente la felicidad», decía el texto de la ilustración. La foto estéticamente es impresionante porque la molécula es una bola cuyos filamentos verdes se agitan como si estuvieran movidos por el viento.
Me pareció interesante colgar esa imagen en las redes y algunos lectores han interpretado que estoy defendiendo que la felicidad se reduce a una mera reacción bioquímica que se produce en el córtex de nuestro cerebro.
Creo que esa hipótesis sería demasiado reduccionista porque, aunque podamos acceder al conocimiento de esos mecanismos biológicos, seguimos sin saber por qué somos felices al tomar una buena botella de vino, admirar un paisaje o hacer el amor.
La felicidad sigue siendo un gran misterio y ni siquiera existe una definición en la que nos podamos poner de acuerdo. Aristóteles apuntaba que consiste en alcanzar las metas que nos proponemos, pero todos sabemos por experiencia que eso no es así. Sócrates sostenía, en cambio, que la felicidad es la capacidad de disfrutar de lo poco o mucho que tenemos, pero ¿qué pasa cuando no tenemos nada?.
Cada filósofo ha definido de una forma distinta este concepto, pero me llaman la atención las conclusiones de un científico británico, llamado Michael Eysenck, que comparaba la felicidad con una cinta de andar donde las personas se mantienen mientras ejercitan las piernas. Si baja el ritmo, surgen los problemas.
La aproximación más convincente me parece la de Buda, que enuncia que «no existe un camino a la felicidad, ya que la felicidad es el camino». Pascal dijo algo similar cuando acuñó su famosa frase sobre las razones del corazón que la razón no entiende. Todas las definiciones fracasan porque la felicidad no es verbalizable ni racional ni se sustenta en un estado concreto. Cuando un sabio chino fue preguntado por qué sabía que los peces del río eran felices, exclamó: «Porque los veo desde el puente».
Vemos, sentimos la felicidad, pero no la podemos atrapar porque es algo pasajero, que se produce siempre de forma imprevista y se nos escapa de las manos al igual que si quisiéramos retener el agua. Por eso, las moléculas no nos ayudan a entender el enigma.
He pensado algunas veces sobre este asunto y he llegado a la conclusión de que la felicidad es algo así como la sintonía de nuestro cuerpo y nuestra mente con el universo que nos rodea. Una idea bastante spinoziana. Algunos llamarán Dios a ese equilibrio y otros se quedarán con una explicación más terrenal.
Contra lo que sostiene la publicación francesa, no podemos ver la felicidad como tampoco podemos conocer nuestro destino ni saber con certeza si hay vida en el más allá. Estamos condenados a la incertidumbre y a la angustia, lo que hace más inexplicable ese misterioso espejismo.