La primera de tres

«Fatiga de Brexit» ha confesado sufrir Juncker: no es para menos contemplando la comedia de enredo en que ha devenido el épico «Brexit is Brexit» de hace dos años.

En el calendario de la Unión Europea, 2019 trae al menos tres fechas cruciales para la suerte de todo el proyecto común: mucho de su futuro dependerá, en efecto, de lo que entre el final de marzo y el de octubre se dirima. Tal vez, a lo largo de la laboriosa construcción de la Europa integrada, nunca antes se había producido en tan acotado tramo temporal apenas siete meses tal coincidencia de citas decisivas.

Son conocidas, aunque no estén igualmente presentes en el diario caudal informativo. De la que menos se habla por ahora cerrará el mes de octubre, al finalizar entonces el mandato de Mario Draghi al frente del Banco Central Europeo. La gestión de Dragui ha sido poco menos que providencial para evitar lo peor en los episodios más graves de la crisis económica, con actuaciones decisivas para salvar el euro. En la historia de la Eurozona, siempre se considerará un hito aquella comparecencia suya a mediados de 2012 casi recién llegado a la presidencia cuando se comprometió públicamente a hacer lo que fuera necesario para superar una situación crítica, transmitiendo una inusitada capacidad de persuasión: «...y, créanme, será suficiente». No es indiferente, desde luego, quien presida el BCE; basta recordar los azarosos años precedentes a la jefatura de este docto romano, elegante y firme. Y conviene tener presente que el dilema hoy planteado entre mantener la laxitud de la política monetaria y la «normalización» financiera (alza de tipos, neutralización de la expansión cuantitativa), probablemente alcance un punto álgido cuando se produzca el relevo en la presidencia. 

Antes, con la primavera avanzada, elegiremos a quienes nos representarán durante el próximo quinquenio en el Parlamento Europeo. Una elección que esta vez se plantea como un pulso entre quienes apuestan por dar continuidad a lo construido, con unos u otros propósitos de reforma y mejora, y quienes confiesan sin pudor su «eurofobia», esa suerte de antieuropeismo que se cultiva con no poca pasión desde tribunas y plataformas populistas, mezclando en muchas ocasiones xenofobia y pulsiones antidemocráticas. Como no se puede descartar que tales posiciones favorables a volver a una Europa con marcadas fronteras y monedas nacionales alcancen en el Parlamento de Estrasburgo una «minoría de bloqueo» (235 sobre los 705 asientos, vacíos ya los que corresponderán al Reino Unido), el 26 de mayo será otra cita crucial. 

Y ya mismo, antes de que termine este mes de marzo, la primera de las tres, que no solo a Jean-Claude Juncker le produce «fatiga»: el Brexit, cuando el día 29 se cumplan los dos años de la solicitud formal por parte del gobierno de Theresa May para ejecutar el mandato del referéndum de junio de 2016, en el que «una escasa mayoría de votantes británicos eligió la nostalgia por el siglo XIX sobre lo que les pudiera prometer el siglo XXI» (Joshka Fischer). Ahora toca contener la respiración: comenzó con acentos épicos («Brexit is Brexit», acuérdense), pero ha discurrido después con tonos más bien melodramáticos cuando no de comedia de enredo, con el riesgo si terminara el plazo fijado sin acuerdo de provocar un enorme caos económico e inseguridad jurídica. ¡Vivir para ver!

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