El mundo mejora (aunque casi nadie lo crea)

Mi madre, de 81 años, es una mujer inteligente y vivaracha, pero sin un talante filosófico o especialmente reflexivo. En[…]

Mi madre, de 81 años, es una mujer inteligente y vivaracha, pero sin un talante filosófico o especialmente reflexivo. En su primera veintena se casó con mi padre, tres años mayor que ella. Por entonces, él era patrón de pesca y cuando pasaron por el altar ya había naufragado en un barco de madera en el duro caladero irlandés de Gran Sol. Sobrevivió bailando en olas, atado a un tablero junto a los tripulantes bajo su mando, todos ya al borde de la hipotermia. El paso casual de otro pesquero coruñés, «El Espenuca», los salvó en el límite. Solo esa casualidad hace que pueda estar escribiendo este texto. Entre 1964 y 1968 mis padres tuvieron a sus tres hijos y él siguió yendo al mar durante toda nuestra infancia. Ahora, en su madurez, mi madre me sorprendió días atrás con una reflexión sobre aquella etapa de su vida: «El trabajo de vuestro padre era peligroso, se lo podía llevar un golpe de mar en cualquier momento, y teníamos tres niños pequeños. Pero nunca estuve preocupada. Siempre confié en que todo saldría bien. No tenía miedo». Ella es una exponente anónima de una generación de españoles que está desapareciendo, poseedora de lo que los anglosajones denominan grit, una extraordinaria capacidad de resistencia y determinación, que les permitió progresar en la vida.

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