El espejismo del mal

Afirmaba Sartre que lo más aburrido del mal es que uno se acostumbra a él. Pero hay también una fascinación[…]

Afirmaba Sartre que lo más aburrido del mal es que uno se acostumbra a él. Pero hay también una fascinación por esta pulsión que ha inspirado la literatura y el arte. La filosofía se ha ocupado también de la maldad, un terreno muy fértil para el debate intelectual.

Georges Bataille venía a decir que la bondad desemboca en la nada, mientras que el mal es el ejercicio de una libertad que aspira a no tener límites. El bien no podría existir sin el contrapunto del mal.

No hay que ser demasiado observador para constatar esa presencia permanente del mal en los medios de comunicación, atraídos por la proliferación de corruptos, canallas y arribistas que han protagonizado la vida pública de nuestro país.

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Ahí están las inefables grabaciones del ex comisario Villarejo como prueba de la degradación de unos dirigentes políticos que en público defendían la virtud pero que en su comportamiento privado contradecían todo lo que representaban. Nada más insólito que una fiscal aprobara la existencia de una red de prostitución para chantajear a sus víctimas o que la secretaria general de un partido instigara la obstaculización de una investigación judicial.

Hay, pues, una fascinación social ante unos episodios cuya sordidez es un perfecto contrapunto de lo políticamente correcto. La paradoja reside en que, mientras los líderes de los partidos elevan el listón de las exigencias éticas, proliferan en los medios los ejemplos que revelan unas prácticas que minan la confianza en los políticos y las instituciones.

Muy poco o nada se ha hecho para combatir las causas estructurales de la corrupción, pero hoy más que nunca los dirigentes condenados o procesados ocupan la atención de los medios de comunicación, que han convertido en noticia incluso su ingreso en prisión.

Esa presencia de los villanos en la prensa, la radio y la televisión resulta en el fondo tranquilizadora porque cumple dos funciones. En primer lugar, muestra que la Justicia castiga también a los poderosos que infringen las leyes. Y en segundo término, la exhibición del mal contribuye a exorcizarlo.

La imagen de un Rodrigo Rato a las puertas de la cárcel de Soto tiene un gran poder de sugestión porque corrobora que el sistema no admite la impunidad, lo cual es un mensaje tranquilizador pero no necesariamente cierto aunque nos haga sentirnos mejor.

El error en este asunto es confundir los efectos con las causas. Que los ciudadanos disfruten cada día del espectáculo de la maldad de los políticos no significa que haya una voluntad real de los partidos y las instituciones de atajar el fenómeno. Solo les preocupa cuando les afecta a ellos.

Lo que quiero concluir es que esa exhibición permanente de la corrupción no sólo contribuye a que nos acostumbremos a ella y empiece a parecer irrelevante, como apuntaba Sartre, sino que alienta la falsa impresión de que se está combatiendo enérgicamente desde el poder. Un espejismo muy peligroso.

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