Conjeturas gaseosas

Estábamos tan pendientes de la luz del cañón sobre el escenario que apenas nos dábamos cuenta de lo que ocurría[…]

Estábamos tan pendientes de la luz del cañón sobre el escenario que apenas nos dábamos cuenta de lo que ocurría en la penumbra. Ahora que las feromonas de las urnas han desatado el deseo de poder, los odios sarracenos que se han ido larvando secretamente entre unos y otros afloran de golpe. Los más llamativos son los que enfrentan a ERC y PDeCAT, en una parte del tablero, y a PSC y Ciudadanos, en la otra. La gestión de esas riñas es decisiva para saber lo que nos aguarda a partir del 21-D y, más allá de Cataluña, en el horizonte electoral del Gobierno de España.

Dábamos por seguro que si la suma de las tres candidaturas independentistas superaba de nuevo el listón de la mayoría absoluta, Junqueras -o su testaferro- se convertiría sin más en el nuevo presidente de la Generalitat tras una plácida investidura a la que tal vez se sumara el bloque podemita si los jinetes del «procés» abandonaban la unilateralidad del desafío. Ahora se nos dice que no está tan claro. ERC, con tal de marcar distancias con el PDeCAT, podría preferir un pacto ideológico -no soberanista- con Domènech e Iceta.

También dábamos por seguro que si la suma de las tres candidaturas constitucionalistas superaban en escaños a las sediciosas, el líder más votado de los tres -previsiblemente Arrimadas- optaría a la investidura con el apoyo de los demás a la espera de que la abstención de los podemitas les franqueara el acceso al Palau. Ahora sabemos que esa opción está más cerca de lo imposible que de lo improbable. Pedro Sánchez repite veto, pero ahora cambiando la identidad del destinatario: los socialistas -ha dicho- jamás apoyarán a Ciudadanos.

En condiciones normales habría que tomar esa declaración a beneficio de inventario, como si fuera una bravuconada más de las muchas que se esgrimen en campaña. Pero conviene recordar que, en cuestión de vetos, cuando Sánchez dice que «no» suele decirlo en serio. Rivera ha dejado de ser su aliado para convertirse en su adversario. Ya no sólo le quita votos al PP. Ahora también se los quita al PSOE, impidiendo que el desplome de Iglesias les haga crecer todo lo que a él le gustaría. Tras mandar a Podemos a un extremo, Sánchez quiere que mandar a Ciudadanos al otro para quedarse en exclusiva con la marca del centro.

El problema es que ninguna de las dos nuevas hipótesis poselectorales que comienzan a ventearse le sirve bien a ese propósito. Un pacto de Iceta con Junqueras y Domènech en Cataluña le convertiría en socio por partida doble de las dos plagas que se ha esforzado en combatir: la del independentismo por lo que toca a ERC y la del populismo de izquierdas por lo que toca a Podemos. Eso no le colocaría en el centro del tablero político, sino en mitad de una tenaza que acabaría arrastrándole al derecho a decidir y al extremismo ideológico.

La otra opción, la llamada «Operación Iceta», jaleada ayer por «La Vanguardia», colocaría a Sánchez ante la triple contradicción de ser beneficiario del apoyo de las tres formaciones a las que ha demonizado durante su mandato al frente del PSOE. En 2015 exorcizó a Podemos: «No pactaremos con el populismo ni antes ni durante ni después». En 2016, al PP: «¿Qué parte del «no» no entiende, señor Rajoy?». Y en 2017, a Cs: «Es el Vox de la política española y está en la extrema derecha». ¿Tiene sentido llegar al poder, aunque sea en Cataluña, a la grupa de sus tres demonios particulares? Pincho de tortilla y caña a que la orfebrería poselectoral no se hará en base a aleaciones imposibles. Por mal que se lleven Puigdemont y Junqueras, su conllevancia siempre será más razonable para su electorado que la de cualquiera de los dos con un macero del 155. Y si juntos no suman o quieren prescindir de la CUP para explorar otras vías no unilaterales, la compañía de Domènech en torno al nuevo objetivo de un referéndum pactado les resuelve el problema con suficiente dignidad. Los experimentos, también en política, mejor con gaseosa.

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