Colm Tóibín: «Escribir conlleva sufrir, pero la alternativa es peor»

Colm Tóibín (Enniscorthy, Irlanda, 1955) empezó a escribir a los doce años, poco tiempo después de que su padre muriera.[…]

Colm Tóibín (Enniscorthy, Irlanda, 1955) empezó a escribir a los doce años, poco tiempo después de que su padre muriera. Lo hizo, en parte, porque no le gustaba estudiar pero, sobre todo, porque tenía algo que decir. Entonces no sabía lo que era; se limitaba a bosquejar poemas mientras sus hermanas se afanaban en las tareas de clase, siempre animadas por su madre. Sólo ahora, casi cincuenta años después, el escritor irlandés ha descubierto aquello que trataba de decir, el misterio que encierra la escritura. Y la respuesta es «Nora Webster» (Lumen), su última novela. Un libro de una belleza hermosa y desgarradora (como todos los de Tóibín), donde la historia cotidiana de una viuda en un pueblo irlandés de mediados del siglo XX se vuelve extraordinaria a ojos del lector sin que, aparentemente, nada suceda, más allá de la propia vida. «Es mi novela más personal», confiesa el autor. Lo hace con la sonrisa bonachona de un niño grande cuya presencia eclipsa todo lo demás; sus ojos, acuosos y encendidos, te miran sin intermediarios. Y el tiempo se detiene. Como en sus libros.

Sólo entonces te das cuenta de la importancia del pasado. Tóibín lleva toda su vida esperando escribir «Nora Webster», como la única forma de mantener vivos, en su recuerdo, mediante la literatura, a sus muertos. «Te acompañan a lo largo de tu vida. Yo soy el único que sigue vivo y este libro es para ellos, por eso no quería terminarlo». En las páginas de la novela, sus padres son Nora y Maurice, un matrimonio que, tras veintiún años de convivencia, sólo se rompe cuando la fatalidad de la muerte irrumpe en sus vidas, partiéndolas por la mitad. Pero, ¿cómo seguir viviendo? «Sencillamente no lo sabes, no hay un camino, sólo sombras. Es una pregunta tremenda y sólo el tiempo puede curar».

Es cierto: Nora se cura. Hacia el final de la novela llega, incluso, a sentirse liberada; pero no de una forma dramática, sino casi imperceptible. Como tantas mujeres de la época. Como muchas mujeres actuales. «Es muy inteligente y no ha sido capaz de hacer nada en su vida con esa inteligencia. Diez años antes no hubiera sido un problema, porque no había expectativas, pero en ese momento (finales de los 60) ya se nota algo en el ambiente y entiende que se está perdiendo algo. Ese es el misterio, el choque entre ese ser casi aprisionado y sus circunstancias».

Los hijos, sin embargo, se quedan anclados a la ausencia (del padre, de la madre). «El sentimiento de orfandad no desaparece nunca. Es como si la mitad de tu rostro desapareciera, pero no te das cuenta, y nadie puede verlo». Hay días en los que, al faltarte esa mitad, ni siquiera te reconoces al mirarte en el espejo. Pero te das la vuelta y sigues viviendo. Y escribiendo. Como si en ello te fuera la respiración. «En cierto modo, siempre le doy vueltas a la misma historia, al relato del abandono y la pérdida, como si fuera un perro que da vueltas alrededor de la misma casa». En ese recorrido, Tóibín sufre, como todos los escritores, pero al final del camino, cuando llega a esa casa que se afana en rodear, se siente feliz. «Es bastante satisfactorio, uno no paga ningún precio. Estás totalmente alerta y, aunque sufras, la alternativa sería mucho peor». Lo dice con una obra tan sólida a sus espaldas que hay quien se pregunta por qué la hermandad de los premios está restringida a unos cuantos privilegiados (siempre los mismos). Pero esa es otra historia, y mucho menos interesante.

Entretanto, el irlandés sigue escribiendo. «Después de "Brooklyn" (la adaptación al cine, con guión de Nick Hornby, se estrena en España el próximo 26 de febrero) quería hacer algo más intenso, con más carga dramática, y la historia me estaba esperando ahí». Se refiere a «El testamento de María», un stábat máter contemporáneo que recrea el sufrimiento de una madre (la Virgen) ante la muerte de su hijo y que Agustí Villaronga llevó al teatro con Blanca Portillo como protagonista. Tóibín reconoce que, después de eso, «tenía que cambiar porque, si no, uno empieza a parodiarse a sí mismo». Por eso, el libro que ahora está escribiendo es «muy violento. Ocurre en la antigua Grecia (donde el escritor ubica el origen del trauma familiar). El peligro que tiene un estilo como el mío es que se presta a la parodia, puedo llegar a ser muy perezoso y necesitaba un poco de locura griega». Lo dice riendo a carcajadas, franco y restándose esa importancia que hay autores que se empeñan en escenificar, aún teniendo intactas las dos mitades de su rostro. Quizás sea porque Colm Tóibín respeta tanto al lector como a sí mismo. «Hay que tener mucho cuidado con lo que se dice en una novela y no sermonear, porque puedes empezar a parecer un imbécil que está bebiendo cerveza en la barra de un bar», sentencia. Y vuelve a reír.


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