Cambio de hora
Con el cambio de hora ocurre como con tantas cosas en la vida: que junto a las ventajas, tiene inconveniencias.[…]
Con el cambio de hora ocurre como con tantas cosas en la vida: que junto a las ventajas, tiene inconveniencias. Cuál de ellas prevalece dependerá del ánimo y carácter de las personas. Yo diría que están equilibradas, pero ¿quién no sintió ayer el placer de despertarse con luz en vez de con la noche cerrada de días anteriores? Aparte de que se nos regalaba el más precioso de los obsequios: una hora, al componerse la vida de tiempo, aunque, por desgracia, no lo apreciamos como se merece.
Claro que todo eso lo pagaremos a comienzos de la próxima primavera, cuando nos quiten esa hora que ayer nos dieron, al andar un poco despistados en cuanto a citas y comidas y tener trastornado el sueño durante un par de días, pero «no hay nada gratis en este mundo», según el refrán norteamericano (aunque ellos dicen «lunch», almuerzo), que también podría traducirse por «todo placer termina pagándose», como si la ley de la gravedad o equilibrio universal rigiera no sólo la Física sino también las humanas emociones.
Con ese cambio de hora, los burócratas de Bruselas, que reducen todo a números, habían decretado un horario de verano y otro de invierno por razones económicas: decían que iba a ahorrase energía al necesitarse tener menos luces encendidas. Unos cálculos más ajustados arrojan que el ahorro es mínimo: poco más de un 1 por ciento, dependiendo de países y costumbres. ¿Vale la pena los trastornos que causa? Con lo que entramos en un terreno más resbaladizo que el techo de deuda. Porque habrá personas, e incluso países, que quieran tener el mismo horario todo el año, mientras otros prefieran el cambio estacional. Una discusión que podría alargarse hasta el infinito, al haber argumentos para defender ambas posiciones. La decisión que va a tomarse, dejar que cada país lo decida, parece la más apropiada, pues el clima juega un papel importantísimo en la cuestión: no es lo mismo trabajar, comer y dormir a orillas del Mediterráneo que del Báltico, sin que calefacciones y aires acondicionados hayan conseguido igualar sus meteorologías. Aunque también hay que decir que, a veces, se pasa más frío en el Sur que en el Norte, pero eso depende ya de cómo estén organizados y regidos.
Es lo que temo de esta regulación: que pronto haya comunidades que «pidan su hora» -Cataluña y País Vasco, seguro-, aunque sólo sea para reforzar su hecho diferencial, a lo que seguirán las demás, armándose un lío monumental, pues habría distintas horas, no sólo entre Canarias y la Península, como actualmente, sino entre las distintas autonomías, con lo que habríamos hecho un pan como unas tortas, al tener que calcular desde las llamadas telefónicas a la fijación de citas, con las pérdidas de tiempo y los cabreos consiguientes. «Si algo funciona, no lo toques», dice otra máxima norteamericana. Lo malo es que estamos en la cultura del cambiar por cambiar, en lo que no quiero entrar, al tener debate de sobra.
