Wilfredo Lam, el artista mutante

El MoMA ha prestado para esta expo una de sus piezas de resistencia, el gran cuadro «La jungla». Es de[…]

El MoMA ha prestado para esta expo una de sus piezas de resistencia, el gran cuadro «La jungla». Es de 1942, y ya en 1943, con su proverbial rapidez y buen ojo, la compró para su colección. Sin embargo no se colgó directamente en las salas donde campaban a sus anchas las «Señoritas de Avignon» y la plana mayor de las vanguardias europeas (y blancas). Primero tuvo que pasar tres años en el limbo (¿o purgatorio?) del pasillo que llevaba al guardarropa.

Era un emblema, o más bien un síntoma, de las dificultades del canon occidental para asimilar el trabajo de Lam y otros venidos de las «periferias». Ni las mejores intenciones del mundo, esas que pavimentan caminos infernales, podían considerar el trabajo de los periféricos y los mestizos en pie de igualdad con la producción «seria» de los occidentales. ¿Lam merecía estar en el MoMA? La pregunta, en realidad, sería si el MoMA merecía en ese momento la obra de Lam: si el discurso formal y teórico preponderante y bienpensante estaba preparado para los driblajes y los cortocircuitos que proponía en su trabajo.

Malentendidos

Porque uno sigue un poco la historia de la recepción de su obra en las grandes capitales europeas de preguerra y posguerra: del Madrid del 27 al París inmediatamente anterior a la ocupación; la Marsella refugio de surrealistas y el Nueva York de los años de guerra donde expone el cuadro que el MoMA compra bien y cuelga mal. Y a veces parece que su éxito fue fraguándose a base de malentendidos superpuestos, concebido cada uno para corregir las exageraciones, mitificaciones o puras supercherías folclóricas previas armadas en torno a su obra. Como una corrección más en ese palimpsesto, en realidad, podría describirse esta cita y su argumentación: una forma de matizar los excesos de entusiasmo de cierta mirada poscolonial aferrada aún a la visión de lo Otro como místico, telúrico, atávico, mágico.

Publicidad

Lo recuerda Catherine David en el texto de la publicación: «Al igual que la amistad y el apoyo de Picasso, de quien nunca fue ?alumno?, la amistad de André Breton y la aventura surrealista ?en la que solo participó de forma tardía y a la postre marginal? fueron objeto de interpretaciones reductoras, excesivamente inclinadas a sobrevalorar las lecturas ?mágicas? y etnoculturalistas de su obra, que serían refutadas por los enfoques y los discursos cubanos contemporáneos iniciados al regreso de Lam a Cuba».

Lam se apropió de la máscara africana y la reinterpretó, transformando su significado artístico y sus valores

Es decir, que el Lam «casi negro» y picassiano fue un primer malentendido, porque para cuando se instala en París hacia el final de la Guerra Civil ya había tenido años de sobra para absorber el ambiente cultural y la militancia política de izquierdas que vibraban en un Madrid lleno de figuras de muy alto nivel, también latinoamericanas; y, desde luego, para empaparse en el Prado de lo mejor de la tradición pictórica occidental. Cuando Picasso, tan amigo, pronuncia la famosa «boutade» «Tiene derecho a pintar así: él es negro», se está haciendo un flaco favor a sí mismo y a la comprensión de la pulsión primitiva en el arte de Lam.

Esta noción tan primitiva (literalmente) tuvo que corregirse sobre la marcha haciendo hincapié en una pretendida fusión personal del surrealismo y del cubismo, que no pasa de observación superficial. Y que a su vez teóricos bienintencionados como Michel Leiris trataron de subsumir en una especie de inconsciente colectivo ancestral y mágico, con su cacareada abuela «hechicera» y otros adornos pintorescos.

Brillante Habana

Pero es muy interesante, en el catálogo, el fragmento donde Leiris, muchos años más tarde, reconoce que ese acercamiento «étnico» a Lam era injusto y torpe, so pretexto de alabanza: lo reducía a un Otro telúrico que poco tenía que ver con la realidad cultural y sofisticada de la Cuba prerrevolucionaria. Cuando Lam volvió a la isla tras sus años europeos, no lo hizo a una jungla precolonial y ahistórica: lo hizo a una Habana efervescente, donde María Zambrano o Juan Ramón Jiménez habían dejado huella, donde se reunía nada menos que con Lezama, Piñera o Lydia Cabrera.

La gran virtud de esta exposición, por eso, es dejar hablar al propio Lam. Sus fascinantes series de autorretratos pintados o en foto son de lo mejor del siglo XX en lo que hace a autoconstrucción consciente, controlada y sofisticadísima de una identidad reacia a las etiquetas ajenas, capaz de reinventarse y contradecirse y afirmarse mediante el uso del disfraz y, sobre todo, de la máscara. Recuerda a veces a Claude Cahun, a veces a lo que hacía casi en secreto Gregorio Prieto en España al autorretratarse como «artistas mutantes».

En el fondo, Lam se apropió de la máscara africana y la reinterpretó, transformando su significado artístico y sus valores: allí donde los vanguardistas europeos veían sólo una metáfora cajón de sastre, esencial y racial, un símbolo de otredad, Lam la volvió autorretrato, y a la vez retrato colectivo, ni negro, ni blanco, ni mestizo, sino puramente humano.

Más información

En portada

Noticias de