Esperando

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Cuando se casó con el Príncipe Carlos con solo 20 años, lady Diana Spencer era una aristócrata rural inglesa, sencilla, ochentera y sin inquietudes intelectuales. Llegó al matrimonio tensa, temerosa de un marido muy dispar a ella y del que se susurraba que tenía una amante. La luna de miel confirmó sus aprensiones. En el frío de Balmoral, Carlos le leía obras de su admirado pensador sudafricano Van der Post y del psicoanalista Jung. Demasiado para ella, cuyos filósofos de cabecera eran Duran Duran y Elton John.

Carlos, nacido en Buckingham, cumplió ayer 70 años, ratificando su récord: el ser vivo que más tiempo lleva aguardando un trono. La genética rema en su contra, porque Isabel II luce óptima para 92 años y porque la Reina Madre, copita va brindis viene, anduvo por Ascot hasta los 101. Para señalar su cumpleaños, el Príncipe posó con sus hijos, nueras y nietos. La foto da fe de lo mucho que se ha abierto la monarquía británica: la mujer de William es hija de dos exauxiliares de vuelo de la British y nieta de un picador de carbón; la de Harry es una exactriz de teleculebrones, divorciada y estadounidense (los dos datos que hace 82 años provocaron la abdicación de Eduardo VIII).

El mundo es otro. Carlos, no. Es fiel a sí mismo, siendo al tiempo el más clásico y moderno de los miembros de la realeza. Moderno, porque abrazó de forma pionera causas que hoy son moda, como la agricultura orgánica y el ecologismo. Moderno, porque es el primer miembro de la monarquía británica con título universitario -Artes en el Trinity College de Cambridge- y ha escrito varios libros. Además concede entrevistas, mientras que su inteligente madre ha tenido el tino de cerrar bien la boca durante sus 65 años de reinado.

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Pero al tiempo es clásico, porque lo ha respirado desde la cuna, empezando por su acento, factor esencial en Inglaterra para marcar estatus (mientras sus hijos se han bajado un peldaño del soniquete de la clase alta para acercarse al de la BBC, Carlos sigue entonando como el patricio que es). Al igual que su madre, se peina como cuando era adolescente, con la única novedad de la coronilla, y es fiel a su sastre de Savile Row, Turnbull & Asser, que le corta siempre el mismo traje cruzado, que abotona y a veces luce intencionadamente gastado. Clásico también por su odio a la arquitectura moderna, contra la que ha escrito un panfleto y que lo ha llevado a levantar una suerte de Disneylandia urbanística, Poundbury, donde aplica sus ideas.

A diferencia de su madre, el método en estado puro, Carlos es hombre de extraordinarios y súbitos entusiasmos... que olvida raudo. Le gustan las estancias ventiladas, el dry Martini y el escocés, como denotan los coloretes, y garabatea ideas constantemente en papelillos que guarda en sus bolsillos. Como su madre, adora a los animales y el humor retorcido. Pero a diferencia de ella, que observa su neutralidad constitucional de forma exquisita, se ha enzarzado más de lo debido con una de las especies más dificultosas: los políticos.

Carlos III de Inglaterra compondrá un rey peculiar. Pero a su modo encarnará bien una distinguida historia.

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