Caligrafía
Una de las consecuencias de la implantación de los ordenadores y los teléfonos móviles es que las nuevas generaciones están[…]
Una de las consecuencias de la implantación de los ordenadores y los teléfonos móviles es que las nuevas generaciones están perdiendo el hábito de escribir a mano. Yo mismo estoy redactando este artículo en un procesador de textos. Y ahora que lo pienso, hace años que no escribo ni recibo cartas salvo las de los bancos.
Eso significa que la escritura se ha vuelto impersonal. Antes podíamos deducir muchos rasgos del individuo por los signos de una misiva: el tipo y el tamaño de la letra, el encabezamiento, la forma de los renglones, el uso de los márgenes e incluso por la elección del sobre y el contenido del remite.
Yo he sido un devoto escritor de cartas en mis años estudiantiles: a mi familia, a mis amigos, a mis novias. No recuerdo cómo sacaba tiempo para aquella incesante producción epistolar. La primera carta que redacté cuando tenía siete años fue naturalmente para los Reyes Magos. Recuerdo que yo estaba aprendiendo a escribir con unos cuadernos de caligrafía en los que había que repasar las letras. En cada pupitre de mi escuela, teníamos un tintero de cristal y una pluma de palo con plumillas metálicas recambiables.
El desafío más notable era escribir sobre los cuadernos sin borrones, lo cual al principio me parecía imposible. Una de las grandes frustraciones de mi infancia era la incapacidad para evitar las manchas y las tachaduras en las blancas páginas, que eran minuciosamente supervisadas por el maestro.
Al final del curso, cuando ya estábamos en verano y el calor apretaba, teníamos que entregar nuestros cuadernos, lijar los pupitres y darles un barniz de cera para que quedaran impolutos. Por las tardes, el maestro nos bajaba a una sombría cripta debajo de la iglesia para que pudiéramos trabajar al fresco.
Siempre he asociado el acto de escribir a aquella cripta en la que, según la leyenda, se había producido un incendio en el que habían muerto una decena de niños mientras veían una película. Más tarde, pude comprobar que aquel rumor era cierto.
Pronto comencé a escribir cartas imaginarias en cualquier trozo de papel, que servían para desahogar mis sentimientos o estimular mis fantasías. En una ocasión, redacté una carta para Di Stefano en la que le pedía un balón de cuero, de aquellos que se hinchaban con una bomba y llevaban costuras de cuerda.
Cuando escribía, como cuando fumaba los cigarrillos que guardaba ocultos en una tapia, tenía que esconderme de mi padre, que me reprochaba mi excesiva afición a los tebeos y a dejar volar la imaginación. Le solía sustraer algunos folios de un cajón de su despacho donde tenía una Olivetti cuyas teclas yo tocaba en secreto. De aquellas experiencias viene la sensación de placer prohibido que todavía siento al escribir.
Lejos de pensar que la literatura puede transformar el mundo o redimir al individuo, yo creo que escribir es esencialmente un acto lúdico, una vuelta a esa infancia perdida que nos aguarda en el sabor de una magdalena en una taza de té.
