Asia welcome
Se exhibe aquello de lo que se carece: es el modo más común de ocultar las miserias propias. Van ya[…]
Se exhibe aquello de lo que se carece: es el modo más común de ocultar las miserias propias. Van ya para cuatro años que una benévola pancarta cubre la fachada del ayuntamiento de Madrid en Cibeles: Refugees Welcome. ¿A quién está felicitando el bucólico ayuntamiento de Carmena? A sí mismo, por supuesto. Más allá de ese onanismo, de poca acogida pueden gloriarse sus gestores. No hay más refugio allí, si bien se considera, que el de una Manuela Carmena, que en el Palacio de Cibeles ha atrincherado su demente gestión de una ciudad que ella trocó en inhabitable. Refugees Welcome: la verdad, tras la pancarta angélica, es que el número de refugiados en Madrid por los carmenitas es risible. Si se compara con las cifras de otras capitales europeas.
Tiene ahora a su alcance, la alcaldesa Carmena, la ocasión de dar un contenido a esa postal propagandística, con la que ha venido afeando la fachada -ya de por sí bastante fea- del edificio de Cibeles. Y esa ocasión tiene un nombre: el de una mujer obrera que ha pasado nueve años, en calabozos paquistaníes inmundos, sometida a las más arbitrarias vejaciones, amenazada de muerte por clérigos enloquecidos, declarada inocente y, sin embargo, hasta ayer mismo, retenida en la cárcel.
La historia de Asia Bibi escalofría por su radical absurdo, que es el hermético absurdo de aquel islamismo con el cual Manuela Carmena llamaba a «empatizar» tras la masiva matanza de la sala Bataclan en el París de 2015. Aunque sólo fuera para reparar la inmundicia moral de entonces, el ayuntamiento de Madrid debiera hoy poner su Refugees Welcome al servicio de una criatura cuya vida ha sido destrozada por las peores bestias.
Asia Bibi fue detenida en 2009. ¿Motivo? Durante su trabajo como obrera agraria, había cometido la abominación de, siendo cristiana, beber en el pozo del cual bebían las mujeres musulmanas: el pozo quedaba así transformado en inmundo y no podía volver a ser utilizado por los creyentes. Cuando ella replicó que ningún profeta podía haber dictado una norma tan ridícula, fue acusada de blasfemia. La pena, en Pakistán, por tal delito es la muerte. La que aguardó Asia Bibi en su encierro, durante nueve años que se hicieron demasiado largos para el clero local.
Fue, en primera instancia, condenada a muerte de horca en 2010, por haber contravenido la ley islámica. Suspendida su ejecución, las amenazas islamistas contra el presidente paquistaní estallaron. En 2014, la pena de muerte fue confirmada por el Alto Tribunal de Lahore. En 2018, el Tribunal Supremo la exculpó por completo. Pero el procedimiento judicial no es allí la última palabra.
El mullah Qureshi de Peshawar había dictado, en 2010, una fatwa que premiaba con 4.500 euros a aquel que asesinase a Bibi sin más trámite. 150 muftíes, en 2016, exigieron su inmediato ahorcamiento. Hace apenas un año, el partido sufí Tehreek-e-Labbaik Pakistan, retomó esa exigencia en términos poco ambiguos: «Los musulmanes paquistaníes tomarán las medidas adecuadas de cara a los jueces que la exculpen y los conducirán a un final horrible. Los adoradores del Profeta no retrocederán ante ningún sacrificio».
Tras su final sentencia, Asia Bibi está exenta de todo cargo. Su salida de presidio no es, sin embargo, una garantía. Tras esa salida, viene el último riesgo: el del asesinato a manos de los yihadistas. ¿Puede alguien, con mayor derecho, exigir la acogida humanitaria? Es hora de aplicar en Madrid el Refugees Welcome. Con decencia. Aunque a Carmena le resulte poco empático.
