El progre de derechas

No tiene por qué ser feo. Normalmente no es católico. No tiene pinta de sentimental. El progre de derechas no[…]

No tiene por qué ser feo. Normalmente no es católico. No tiene pinta de sentimental. El progre de derechas no responde a la definición que Valle Inclán se dio a sí mismo. Tampoco se asoma a los espejos del callejón del Gato para sumergirse en las curvas deformantes del esperpento. El progre de derechas sabe que es un espécimen en vías de extinción, que no tiene cabida en esta España polarizada donde eres un enemigo si no estás conmigo. Su especie nació en los años previos a la Transición, en ese tiempo de grisuras teñidas de esperanza de la España tardofranquista. Entonces solo se podía ser progre o del régimen. Los tibios no tenían sitio. Como ahora pretenden los populistas de uno y otro lado. Exactamente igual.

Aquellos progres risueños y combativos corrían delante de los grises en una competición pactada de antemano. La represión ya no era tan dura. Los hijos de los ministros franquistas se hicieron progres. Como tantos españolitos de derechas que no podían serlo porque esa zona del espectro político -cursilería máxima- estaba ocupada por los franquistas y sus nostalgias pasajeras: en cuanto murió el jefe, se desparramaron y se afiliaron a la UCD o a PSOE. Sin vaselina. Con esa coherencia que no le reconocemos al que siempre está al lado del vencedor. Los progres de derechas peinan canas bien cuidadas, viven de forma calculadamente informal sin caer en la rígida elegancia del conservador de toda la vida, y comen en restaurantes donde los platos tienen unos nombres creativos que se salen del sota, caballo y rey de la cocina tradicional. Esa progresía es una pose que no tiene por qué ser una impostura. Puro postureo que les sirve para alejarse de los rancios, de los carcas, de los que no tienen empacho alguno en considerarse de derechas de toda la vida.

Cuando no hay micrófonos de Villajero en los alrededores de la mesa, el progre de derechas se confiesa abiertamente. Es un ilustrado que no quiere caer en el despotismo de sus antepasados dieciochescos. Quiere salvar al pueblo, aunque ese estrato no le importe demasiado. Lo que no soporta es mezclarse con el vulgo. Detesta los apartamentos turísticos y los vuelos de bajo coste. Y lo dice sin cortarse un pelo de la despeinada cabellera. Eso de viajar en manada, de comer en manada o de visitar una ciudad en manada es algo que no soportan. El progre de derechas es un dandy al fin y al cabo. Un exquisito que quisiera regresar a aquellos tiempos donde se viajaba con chaqueta y corbata, donde los aviones estaban reservados para la clase con gusto. No como hora, que te puedes encontrar a un tipo con chanclas y bermudas en el pasillo de embarque sin que puedas librarte del olor sobaquero que desprende el proletario del low cost.

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El progre de derechas es inofensivo, no como su antítesis: ese pijo de izquierdas que puede llegar a la Presidencia del Gobierno sin haber hecho otra cosa que copiar y pegar, o defender a los que pegan en Alsasua mientras insulta a las víctimas. ¿O lo decimos más claro?

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